Por el rabillo del ojo, mientras la micro bajaba rauda por
Santos Ossa, observó una escena de lo
más peculiar, salida del imaginario de un estrafalario. Al borde del camino, en un pequeño solar
junto a una quebrada, bajo la sombra de un árbol solitario que se mecía al
viento típico de las ciudades porteñas, cuatro perros reunidos y quietos,
haciendo parecer que el tiempo se había detenido.
Fueron solo unos segundos pero la escena quedó congelada,
colgando fuera de foco como si girase en torno a sí misma, dislocada de la
realidad. Los perros formando un semicírculo, uno de ellos caído en el centro,
mientras uno se mantenía parado junto a él, los otros dos observando un poco más
distanciados. El perro caído era de un tono gris, con las patas manchadas de blanco,
con una rigidez anormal; estaba muerto, muerto de golpe, arrollado por uno de
los automóviles que bajaban a toda la velocidad el último tramo de la ruta 68, ironía
total que dicho golpe lo lanzó volando por sobre la barrera de contención y lo
deposito, brutalmente gentil, en el solar donde ahora se encontraba, como si
estuviese recostado tan solo durmiendo.
El segundo perro, el más cercano al fallecido, un quiltro
negro manchado de blanco el pecho, lamia el costado del hocico del fenecido
can, como si estuviese besándolo cariñosa y gentilmente, despidiéndose de su
compañero con amor y tristeza dándole el último adiós, convenciéndose a sí
mismo del fin de la existencia de su amigo.
Los otros dos perros, uno blanco y sucio, el otro café y
pequeño, se mantenían respetuosamente mirando la tierra, con la cabeza gacha, como
incapaces de decir o hacer algo que mitigara el dolor del perro negro manchado
de blanco el pecho, miraban y continuaban en silencio, mientras el ritual de
amor y compañerismo del otro can concluía.
Pronto el corto instante eterno concluyó, la micro siguió su
camino y los perros quedaron atrás, el joven quedó mirando a la nada, con una
profunda sensación de pérdida y melancolía, como si un amigo hubiese partido,
pero bajo esa sensación también lo invadió la idea de haber presenciado un
momento de intimidad impresionante, un mágico instante de un mundo oculto que
se develó por unos segundos a un intruso, un presente de hermandad, un recuerdo
de humildad.