sábado, 5 de junio de 2010

Precipitarse a la luz.


Los peces danzando se burlan de mí, incapaz de nadar con su gracia y prestancia. Soy un pez fuera del agua, pájaro con un ala rota que cae fulminado desde las diáfanas alturas. Mientras te muevas lento no sentirás como el veneno que surge de mis colmillos llena tu carne y te vuelve lenta, presa de mi abrazo. Y es que cantarle a tu recuerdo sin tocar tu cuerpo ya no basta. Caigo desde lo alto, describiendo círculos cada vez más amplios, cayendo en la profundidad de un mar de perfumado éter. Mas y mas, hasta el fondo, la luz ya no me alcanza, hasta mis dedos desaparecen. El sol es solo un punto allá arriba, entre las aguas de color turquesa que lo hacen irradiar de una manera que solo podría hacerme sentir una dulzura entrañable. Es una pequeña joya siendo devorada por la oscuridad de la inmensidad. La caída cesa y al abrir mis ojos todo es luz frente a un inmenso orbe que me irradia con su calor.

Parado en lo más alto, sobre la punta de una aguja, en la montaña más nevada y alta de todas, tengo todo a mi alcance, solo debo quedarme aquí admirando la claridad del cielo y el verde de los arboles que se extienden en todas direcciones hasta el horizonte. El aire es denso, es como flotar en aguas que acarician mi piel con millones de pequeñas manos. De mi ombligo surge luz, una inmensa raíz dorada que se interna en mis entrañas, el calor del mundo entra en mi por el centro de mi cuerpo, nutriéndome, fortaleciéndome, protegiéndome de todo lo desconocido e inalcanzable. Pero una sola sensación me embarga completamente, es amor lo que entra en mí ser a cada instante, como si no hubiese nada más que eso en todo el orbe, como si las entrañas del mundo solo vivieran por mí y yo cobijado en su seno creciese en la más inmensa paz jamás concebida.

Pero la paz es interrumpida, miro hacia la tierra y veo como surgen grietas inmensas que se devoran el follaje de los arboles entre llamaradas que intentan consumirlo todo. El suelo ruge y caigo hacia la tierra, tengo miedo, por primera vez siento los golpes de mi corazón contra el pecho. La luz de mi vientre empieza a menguar y a desaparecer, todo el mundo se desploma a mi alrededor y de pronto, desde las grietas surge un inmenso puño que se abre y mueve los dedos contrayéndose enfermizamente, es extrañamente pulcra y limpia, me sujeta con fuerza y tira de mi, desgarrando los últimos vestigios de la antiquísima unión con mi mundo. Avanzo por las grietas en una desoladora oscuridad apresado entre los dedos de esa poderosa mano. De pronto una luz cegadora no me deja ver nada. El aire es extraño, muy liviano, cargado de hedores desagradable. Estoy ahogándome cuando la mano me azota fuertemente y me hace llorar sin poder contenerme.

De pronto una voz dice: “Aquí está el muchacho, bastante porfiado es, no quería salir por nada del mundo!”. Lloro.